Es indudable desde que se inventó el arte cinematográfico a principios del siglo XX que el cine de cada época está definido por ciertas pautas. Lo que en los 70/80’s fue la proliferación de secuelas y trilogías, hoy se ha convertido en el mar de reinicios, universos cinematográficos, reboots, secuelas tardías y adaptaciones que inundan nuestras salas. No obstante, lo que antes era estirar un concepto cinematográfico como un chicle, hoy va acompañado por la práctica de cambiar los rasgos de personajes ya establecidos: hombres que pasan a ser mujeres, blancos que pasan a ser negros, heteros o no especificados que pasan a especificarse que son gays, occidentales que pasan a ser asiáticos y latinos… ¿Qué resultados da esta práctica?
El cambio de rasgos identitarios en personajes de cine (y TV) es una práctica cuyo uso viene abanderado por la consigna de la inclusividad, en una lucha política y cultural señalada por quienes la sostienen como una defensa de la diversidad. Pero flaco favor resulta para los sesgos defendidos incluirlos a la fuerza en sagas con un público ya consagrado como quién mete la medicina del perro dentro de un jugoso trozo de carne porque sabe que no querría comérsela sola. Aquí parece imperar el mismo principio, como si se creyese que una saga creada desde cero con esa premisa no despegaría, por lo que es necesario que dicho principio invada franquicias ya establecidas. Resulta increíble como lo que parece un alegato en forma de práctica de que los personajes con rasgos identitarios minoritarios no pueden tener sus propias franquicias no salga del supuesto público mayoritario en su contra, sino de los creativos autoproclamados a su favor.
Una costumbre que viene de antiguo… pero sin los motivos ideológicos de ahora
Ejemplos de esta práctica son el reboot femenino de Cazafantasmas en 2016, el paso de Starfire de mujer blanca de lisa melena pelirroja a mujer negra con rastas rojas en Titanes, el anunciado cambio de la Sirenita de mujer blanca a negra en su próximo film live action, el cambio de asiático a negro de L, un personaje secundario de Death Note en Netflix… y la lista sigue.
Para ser justos, hay que reconocer que estos cambios llevan dándose más tiempo del que se cree. Ya en 2003 el villano máximo de la película Daredevil pasó de ser blanco en los cómics a negro en el film. Y también es cierto que la polémica sólo se desata cuando el personaje que se modifica es medianamente conocido. No hubo nada de jaleo por la participación de Will Smith en la película Men in Black de 1997 interpretando un personaje que era blanco y rubio en el cómic en el que se basaba dicho film.
No obstante, el punto de eje está en que lo que hasta hace unos años se hacía como un experimento desenfadado y un “a ver qué pasa”, hoy se hace en nombre de una lucha político-cultural moralista, que para los creativos que la abanderan es más importante que las preferencias manifestadas del espectador. Si lo que a principios de este siglo era una práctica que si salía mal era culpa del estudio por malograrla, ahora es culpa del espectador por no consumirla. Bajo pretextos como que “el público no está preparado para algo tan genial” (como si no estuviéramos más ávidos que nunca de películas geniales), “tanto poder identitario asusta a una audiencia mayormente retrógrada” (porque ya se sabe que insultar a la clientela es el mejor modo de conquistarla), estudios y creativos eluden su responsabilidad en el fracaso de su producto cargando las culpas a hombros de a quienes se supone que debían complacer, como si al dueño de un bar vacío le diese por salir a la calle a insultar a los que pasan por delante del local y no entran a tomar nada. Empresas abroncando a clientes por el mal resultado de sus productos. Por cosas como estas hay quienes dicen que el presente es una distopía.

No es un meme, cada una es una representación real en diferentes producciones de cine y TV.
¿A qué se deben los malos resultados?
Los motivos son varios. Más allá de los productos fílmicos donde la moralina y el reproche no vienen encapsulados en una historia atractiva, sino que son escupidos sin pudor al espectador, donde al igual que el viejo chiste “creo que hay un poco de cara en tu maquillaje” acaba habiendo algo de película en su proclama política; no hay que olvidar que el cine es un medio muy visual. Por ello la estética y los rasgos visuales son esenciales para la construcción de un personaje como mito popular. La película se proyecta, los personajes aparecen y tenemos la imagen de lo que hemos visto en la cabeza. Cambiar alguno de esos rasgos por los que los recordamos causa en parte del público una desincronización entre el clásico que recordamos y la novedad que vemos, de ahí que a veces cueste relacionar lo nuevo y con lo viejo ¿Esto significa advocación al fracaso? No, puede salvarse si vemos “El espíritu del viejo personaje en la nueva interpretación”, pero que haya que compensar una cosa con otra indica que estamos ante algo que de base es un hándicap. Pensemos en un amigo negro del instituto. ¿Cuántas posibilidades tendríamos de reconocerlo si nos lo cruzásemos por la calle 25 años después de graduarse y ahora fuese blanco o viceversa?
Otro factor está en que, de la misma forma que un rey que tiene que estar recordando constantemente que es el rey realmente no lo es, un personaje que está constantemente diciendo que es genial y poderoso en vez de demostrarlo, realmente no es ni una cosa ni la otra. Cuando un personaje es concebido libremente y fijar sus rasgos se vuelve parte natural del proceso creativo, el personaje es algo más que esos rasgos. Han Solo no es amado por ser blanco, es amado por ser intrépido, carismático e incorregible. Rocky no es recordado por ser heterosexual, es recordado por ser un luchador incansable que no se rinde por muy en contra suya que esté la situación. Dana Scully no es recordada como un referente femenino por pasarse los capítulos de Expediente X haciendo diatribas sobre el feminismo y el patriarcado, sino por ser una de las agentes más competentes, honestas e intrépidas de su plantilla del FBI, capaz tanto de hacer una autopsia como de desempeñarse en un tiroteo. Eres lo que haces, no lo que dices. Y mucho menos como luces. Y los defensores del identitarismo basan a sus personajes en estas dos últimas cosas. Quejarse de la falta de algo mientras lo intentas preparar con una receta que lleva otra cosa, es como lamentarse de la falta de tartas mientras cocinas pizza.
Y es que la evidencia demuestra que cuando se reconfiguran los rasgos se tiende a cargar la esencia del personaje en ellos. En parte para justificarlos, en parte para glorificarlos. Y no funciona. No funciona que todo lo que pueda aportar un personaje a la historia es que sea negro. No funciona definir la personalidad de un personaje con «es lesbiana». Incluso en el cine donde los rasgos adquieren más protagonismo, como las historias sobre conflictos raciales o las biografías de gente que luchó contra el racismo, tiene que haber algo más. 42 no es una gran película porque su protagonista sea negro, sino porque es un negro que trabaja duro por ganarse el respeto de su entorno y con una resiliencia a prueba de bombas. Sí, cuando recordamos a un personaje lo hacemos por su imagen, pero lo que nos lleva a recordarlo, aposta y para bien, no depende de ella sino de su carácter, sus actos y lo que disfrutamos de ambos. En definitiva, cuando todo lo que puedes decir sobre un personaje es que es asiático, o lesbiana, lo más seguro es que no estás ante un gran personaje.

Por eso no tiene sentido el argumento de que diversificar las identidades físicas es imprescindible para que más gente conecte con los personajes ¿Qué sentido tiene en una industria donde hemos conectado con historias protagonizadas por un elenco de animales, juguetes, coches, robots o insectos? ¿Qué necesita ser arreglado en una franquicia con una base de fans que la adoran, rentabilidad en taquilla y merchandising, buena percepción del público y lo más importante, fruto de la idea original y el libre ejercicio de quienes la crearon? Escritores y estudios tienen derecho a rediseñar y reinterpretar todos los personajes que quieran pero, por favor, dejen de usar imperativos morales para obligar a la gente a verlos, dejen de creer que están abanderando la lucha contra todo lo malo en el mundo y sobre todo, dejen de culpar a los dados cada vez que apuestan y pierden. Ustedes son quienes decidieron lanzarlos.
Este artículo lo firma un defensor de todas las personas e identidades. Tan defensor que desea verlas capitanear su propio barco cinematográfico, en vez de ver una y otra vez como los cuelan de polizones en el barco de otro diciéndoles que están siendo ascendidos a capitán. Javier Padín.
“BART: ¡Alan Moore! ¡Usted escribió mi ejemplar favorito
del Hombre Radiactivo!
ALAN MOORE: ¿De veras? ¿Te gustó que convirtiera a tu superhéroe favorito en un crítico de jazz adicto a la heroína que no era radiactivo?
BART: No leo lo que dice, sólo me gusta cuando reparte puñetazos. ¿Cómo hace para que el traje se le pegue tanto a los músculos?”
Los Simpson, temporada 19, episodio 7, Maridos y cuchilladas.
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