Pascal, el filósofo no el actor, dijo una vez: «La nariz de Cleopatra, de haber sido más corta, habría cambiado la faz de la Tierra», en alusión a un apéndice nasal de peculiar encanto que encandiló a Julio Ceśar y a Marco Antonio pero no a Octavio que se ve que las prefería chatas. En realidad, no se sabe cómo era la nariz de Cleopatra. Ni el resto de ella. Y ese misterio alrededor de una de las mujeres más fascinantes de la Antigüedad la hace entrar, dos mil años después de su muerte, en la batalla cultural del siglo XXI convertida en una empoderada mujer negra. Todo cortesía de esa relectura de la historia tan grata a la sensibilidad woke que en vez de estudiar y aprender de los hechos del pasado prefiere inventárselos a su gusto.
La visión de una Cleopatra VII negra es algo tan estadounidense como la Coca Cola o la OTAN. En un país para el que cualquier africano es negro, los movimientos por los derechos civiles encumbraron a la reina egipcia como un icono afroamericano en su lucha contra la opresión blanca representada por el Imperio Romano. La reina de origen griego incluso sirvió de inspiración para el cine de blaxplotation con Cleopatra Jones en los años setenta, la misma época en la que salía de las catacumbas la Teoría Crítica de la Raza, una corriente ideológica que ve racismo estructural por todas partes. Como el feminismo, solo que cambiando «mujer» por «negro» en el bando de los oprimidos y «hombre» por «blanco» en el de los opresores.
Reinas de África
Ahora, un año después de la que montó su marido Will Smith en los Oscar, Jada Pinkett Smith ha producido «Reinas de África» para Netflix, una serie documental sobre algunas gobernantes de África desde un prisma actual que bebe de toda esa tradición racial ampliada hasta el infinito por el wokismo y que ha encontrado un filón en la deformación de la historia con fines educativos tirando a adoctrinadores. «Tenía muchas ganas de representar a las mujeres negras», explicó Pinkett Smith, y de ahí la serie. Según ella, lo ha hecho por su hija. Ya le vale. Si quería hacer algo por su hija le podría haber comprado una bicicleta como todo el mundo.
La primera temporada de «Reinas de África» pasó sin pena ni gloria. Se la dedicaron a Njinga, una reina guerrera del siglo XVII de la que seguramente no haya oído hablar hasta que lo haya leído ahora, malvado eurocentrista. Pero para la segunda temporada la expectación ha sido mucho mayor. Que una cosa es hablar de una monarca negra que no conocen ni los del Black Lives Matter y otra hacerlo del personaje que lleva cautivando a la humanidad desde Plutarco.
Y así es como la última gobernante de la dinastía macedónica de los Ptolomeos ha llegado a Netflix. Y ya que la idea es «representar a mujeres negras», Cleopatra tiene que serlo sí o sí, incluso con pelo afro, que ya que vamos a reescribir la historia vamos con todo. Qué más da que la inmensa mayoría de los egiptólogos la consideren de piel clara e incluso rubia. Los egiptólogos son todos unos señoros racistas y fascistas como Julio César. Y si existe la más mínima posibilidad de que Cleopatra fuera negra nos agarramos a ella como mantero a camiseta falsa de Nike.
Ana Bolena fue la primera
El tema no es nuevo en la industria del entretenimiento, entregada sin escrúpulos a la inclusión forzada. En el plano de la ficción ha sido recurrente de un tiempo a esta parte. Aunque no deja de ser curioso que en plena moda por adecuar los actores a las etnias de sus personajes y considerar racismo a todo blanco que haya interpretado a un japonés — Mickey Rooney en Desayuno con diamantes—, un latino —Natalie Wood en West Side Story— o un árabe —Alec Guinness en Lawrence de Arabia—, en cambio no vea problema en poner a actores racializados en nuevas versiones ya consolidadas por actores blancos.
Lo que sucede es que la situación ya no solo se da en la ficción que, a fin de cuentas, es libre sino que ha salpicado a personajes históricos como Ana Bolena convertida gracias a HBO en la primera víctima negra de Enrique VIII.
Para los progresistas no hay dilema alguno. Como resumió elocuentemente Javier Zurro en El Español: «No pasa nada porque Ana Bolena sea negra, el problema lo tienes tú». Hay un implícito racista de mierda en la afirmación que es una pena que no se atreviera a escribir, ya puestos a decir las cosas claras. Se ve que intentar ser fiel a la historia o a las obras literarias y dejar blancos a los blancos es de asquerosos supremacistas. Eso sí, luego ponga a un blanco a traducir a una poeta negra, verá la que le lían.
Negra porque sí
En su artículo, candidato al premio a la mejor mamada periodística a una minoría oprimida, Zurro ponía precisamente el ejemplo de Cleopatra, diciendo que no se parecía en nada a Elizabeth Taylor. Recordaba un estudio de unos huesos atribuidos a la hermana menor de Cleopatra —asesinada por orden suya siguiendo la tierna tradición ptolomeica de cargarse a todo familiar aspirante al trono— que sugería que tenía rasgos mestizos, blancos y africanos. Lo cual, querido Zurro, no significa que Cleopatra fuera negra. Primero porque no está claro que sean los restos de Arsinoe IV, la susodicha hermana. Segundo porque el estudio se hizo sin el cráneo que lleva desaparecido desde la Segunda Guerra Mundial. Y tercero porque las dos tenían madres diferentes y no se tiene la más repajolera idea de quién fue la de Cleopatra, si una egipcia, una nubia o una griega amiga entrañable de Ptolomeo XII.
El debate de esta nueva Cleopatra negra ha incendiado las redes y ha saltado a los medios. «¿Por qué Cleopatra no puede ser una hermana de piel oscura?», se preguntaba Tina Gharavi, la directora del documental en Variety, que ve, cómo no, racismo y supremacismo blanco detrás de las críticas. Según ella, el documental está respaldado por expertos. En un momento del tráiler, una de estas especialistas asegura: «Mi abuela me lo dijo claramente. Da igual lo que te hayan enseñado en el colegio. Cleopatra era negra». Está claro que si lo dice la abuela de la experta no hay nada más que hablar.
Egipto contra Netflix
En Egipto, la ocurrencia ha sentado tan bien como a una momia que despierta de su sueño buscando venganza. La cultura woke estadounidense ha chocado de lleno con la cultura árabe. Un abogado ha demandado a Netflix a la Fiscalía egipcia acusándoles de afrocentrismo y de dañar los valores nacionales. Change.org recogió en pocas horas casi cien mil firmas para cerrar Netflix antes de eliminar la petición de su página.
El gobierno egipcio también ha entrado al trapo, convirtiendo el tema en un asunto de Estado. «La aparición de la protagonista con estos rasgos representa una falsificación de la historia egipcia y una flagrante falacia histórica, sobre todo porque la serie está clasificada como documental», afirmó en un comunicado el Ministerio de Antigüedades.
Zahi Hawass se cabrea
El departamento de Antigüedades Egipcias de la Facultad de Arqueología de la Universidad de El Cairo ha citado a los clásicos Plutarco y Dion Casio que, en la época romana, describieron a Cleopatra como «de piel clara y ascendencia macedonia pura». El Indiana Jones egipcio, el famoso Zahi Hawass, que seguro que no aparece entre los expertos del documental de Netflix, se ha expresado bastante airado: «Cleopatra no era negra. Si observas sus estatuas o las monedas que llevan su rostro ninguna contiene rasgos africanos». Está claro que no se parecía lo más mínimo a Elizabeth Taylor o a Monica Bellucci, pero hasta que se encuentren sus restos y se demuestre lo contrario siempre se le parecerán más que una actriz negra o china por mucho que los artífices de la serie nos intenten convencer de lo contrario.
La directora del invento ha respondido a estas acusaciones del país de los faraones y, como no podía ser menos, ha insinuado que son unos racistas que se niegan a reconocer la verdad: «He pedido a los egipcios que se vean a sí mismos como africanos, y están furiosos conmigo por ello». Está claro que no hay nada que hacer con esta señora: ni la maldición de Tutankamón convencería a un progre estadounidense, el individuo más obsesionado con el color de la piel que existe sobre la faz de la Tierra.
¿Cleopatra judía? ¡Eso jamás!
No por casualidad, los mismos que defienden este nuevo producto de ingeniería cultural son los que pusieron el grito en el cielo hace un par de años cuando Gal Gadot fue elegida para ser Cleopatra en una superproducción que la presentaría, según anunciaron, «por primera vez desde el punto de vista femenino». Una perspectiva feminista que no aplacó la furia del bando progre. ¿Una blanca israelí haciendo de reina árabe? «Qué vergüenza, Gal Gadot. Tu país le roba la tierra a los árabes y tú robas sus papeles en películas», le dijo por Twitter Sameera Khan, periodista y activista yanqui de ascendencia pakistaní, o sea, solomillo woke de primera.
Como suele pasar con las protestas por apropiación cultural de los justicieros sociales, estas vinieron desde los sofás de Occidente. En Egipto la polémica no fue tanta. Está claro que preferían una Cleopatra hebrea a una negra. Justo lo contrario del wokismo yanqui al que, en realidad, le da igual estar falseando la historia. «Cleopatra no era negra. ¿Y qué?», titulaba un artículo de The Boston Globe, resumiendo perfectamente la cuestión.
Una Cleopatra muy negra en todos los sentidos
Pieles oscuras aparte, lo más morboso de este docudrama de Netflix será ver cómo van a presentar unos hechos históricos llenos de traiciones, asesinatos, sexo y poder. En la serie Roma, la soberana egipcia fue interpretada por Lyndsey Marshal, acercándose bastante a lo que creemos saber de la última representante de los ptolomeos: culta, hedonista, narcisista, hábil estadista, atractiva sin ser especialmente hermosa y con una sexualidad sin complejos que no dudó en usar para sus ambiciones políticas.
Para la directora de la serie de Netflix, esta versión de la soberana egipcia que salía en Roma era la de «una drogadicta sórdida y libertina», así que podemos imaginar que lo que vamos a ver en Netflix no se va a parecer en nada. Se limará cualquier aspecto incómodo del personaje, idealizando y desexualizando a Cleopatra para presentarla como una heroica Marie Sue del Nilo, precursora del afrofeminismo y más cercana a Angela Davis que a William Shakespeare, que si lo viera alucinaría en sonetos isabelinos.
Nos tememos pues, querido lector, que la nueva reina de Egipto va a ser más sosa y aburrida que el discurso de Navidad del Rey. Y no espere ver ningún baño con leche de burra, que eso cosifica y aclara la piel. Y ya solo nos falta que la Cleopatra negra termine más blanca que Michael Jackson.
Pues ya le digo que estos productos tan woke me interesan más bien poco, solo por la curiosidad de ver cómo cambian la Historia para adaptarla a su gusto. Luego estas series fracasan y la culpa es nuestra que somos unos supermegarracistas y demás -istas que quiera añadir, no de que sean truños importantes que no hay quien aguante.
Yo igual, cuando me da por verlos lo hago por puro morbo de ver cómo lo desgracian todo. Y, por supuesto, sin darles un euro. Netflix o HBO no se van a hacer ricos gracias a mí xD
Hola Señor Kaplan, la verdad es que estoy muy conmovido. Estos documentales van a ayudar a miles de mujeres africanas a que dejen de ser vendidas, secuestradas, prostituidas, mutiladas y abusadas, lo que pasa es que los blancos somos unos supremacistas insensibles que queremos mantener nuestros privilegios (sarcasmo). La verdad no puedo creer que esto sea cierto, me hizo acordar a cuando dicen que los argentinos no somos blancos.
Hola, Lisandro. Esta vez le eché yo de menos a usted 😉 Efectivamente, los yanquis están obsesionados con el color de la piel como ninguna otra sociedad en el mundo. Aún recuerdo las quejas sobre los jugadores argentinos o esa costumbre de distinguir entre latinos blancos y negros en su propio país. No tienen remedio. Un saludo desde el otro lado del charco.