Pekin feminismo

En 1995, el ex presidente de Estados Unidos George W. Bush se encontraba de visita oficial en China. En Pekín pronunció un discurso y dijo algo que los asistentes quizá no entendieran muy bien: «Lo siento por los chinos que tienen a Bella Abzug corriendo por aquí. Ella siempre ha representado el extremismo del movimiento de las mujeres». 25 años después no sabemos si los chinos lo sintieron, pero nosotros sí. Porque esta abogada y activista, que encabezaba la delegación norteamericana de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín, iba con unas ideas muy claras, entre ellas, cambiar el paradigma biológico de «sexo» por el cultural de «género». Y lo logró.

Bush sabía de lo que hablaba. Con su carácter batallador, su fuerte temperamento y sus eternos sombreros, Abzug había sido ex congresista demócrata y azote de los republicanos. Su currículum es de los que pone cachondos a cualquier progresista: defendió a acusados de la caza de brujas, se opuso a la guerra del Vietnam y, gracias a sus contactos, acabó bien colocada dentro del engranaje de Naciones Unidas defendiendo a las mujeres y a los colectivos LGTB.

Eran años en que la tercera ola feminista no lograba adhesión popular. Pero, en cambio, se imponía poco a poco en universidades, asociaciones y organismos estatales. Solo faltaba que emanara con autoridad planetaria de la madre de todos los lobbys: la ONU.

Ante la inminente conferencia en Pekín, que reuniría a 189 países, 17.000 participantes y 30.000 activistas, Hillary Clinton tenía claro quién era la persona ideal para poner al frente de la delegación estadounidense: su amiga Bella, de 75 años pero tan incisiva e implacable como siempre.

Ni boicots ni voces disidentes

Aunque de entrada había un problema: el régimen comunista chino invitaba a la no asistencia y a un boicot en toda regla, y más aún con el reciente arresto de un abogado que era la comidilla aquellos días. Pero eso no fue un obstáculo para la famosa defensora de derechos humanos: si había que ir se iba. Y ya allí, si eso, se defenderían los derechos humanos.

El otro problema era consensuar el borrador de los temas a tratar en la cumbre. Y, sobre todo, con quién prepararlos. Bella Abzug evitó cualquier disidencia en el grupo de debate, rechazando a las asociaciones de mujeres que no se alinearan con sus postulados ideológicos más progresistas, y evitó las enmiendas de estas asociaciones en el borrador final. La mayoría de las cien mujeres que formaron la delegación eran de la cuerda de Abzug, feministas del ala izquierdista del Partido Demócrata. E iban a Pekín con la lección bien aprendida.

Bella Abzug, con uno de sus famosos sombreros, liderando una manifestación feminista. Solo faltan Carmen Calvo e Irene Montero.

Género en vez de sexo, un cambio nada inocente

Abzug quería cambiar en los debates el paradigma de «sexo» por el de «género» a la hora de tratar los asuntos feministas. No era un cambio inocente sino cargado de ideología. El género se refería a roles socialmente construidos y sujetos al cambio, se podían modificar, y la idea era ponerlo por encima del sexo, biológico y que no se podía cambiar.

De este modo, Abzug retomaba una idea de una de las vacas sagradas del feminismo, Judith Butler. Y no era este el único concepto problemático: el borrador de trabajo que llegó a Pekín incluía 15 referencias a la maternidad. Como señaló Ann Glendon, que representaría a la Santa Sede en la conferencia, de ellas 12 eran negativas, considerando que ser madre era un impedimento para el empoderamiento femenino. Bella Abzug también era una feminista radical modélica en eso: maternidad, apego por los hijos, deseo de criarlos… cosas de alienadas.

Polémica en la cumbre: ¿pero qué es el género?

La conferencia que marcaría un antes y un después en los debates sobre la mujer fue cualquier cosa menos una balsa de aceite, aunque hoy en día se habla de ella como si hubiera sido un edén de consenso y sororidad. Los nuevos planteamientos desconcertaron a muchos países participantes. Hasta entonces el término «género» era una forma educada de decir «sexo» e incluía tanto a hombres como mujeres. Este nuevo concepto creó confusión entre los delegados, quienes pidieron aclaraciones y temieron que abandonar un paradigma biológico por otro social fuera un cajón de sastre para colar cualquier concepto ideológico y político sin base científica (como así ha acabado siendo, por cierto).

Una de las participantes de la Conferencia de Pekín, la conservadora Dale O´Leary observaba como estas nuevas feministas colonizaban la cumbre, para incluir esa definición de género en sustitución de conceptos como «mujer» o los de «masculino» y «femenino». Cualquier resistencia era sometida en nombre del nuevo paradigma mundial.

Una conferencia de mujeres liberales blancas

Camille Paglia, feminista disidente, expresó también su indignación al ver que la supuesta multiculturalidad de la conferencia era una mera fachada. El feminismo arrogante que todo-lo-sabe de las universidades occidentales, el del «género», era el que se quería imponer «por su bien» al resto de países representantes de la cumbre. Paglia lo definió como «una conferencia de mujeres liberales blancas».

Aquel mes de septiembre de 1995, el llamado «feminismo de género» del que habla Christina Hoff Sommers en ¿Quién robó el feminismo? estaba a punto de conseguir su primera gran victoria. Las apasionadas intervenciones de Bella Abzug y sus acólitas acabaron por lograr que se institucionalizara el nuevo paradigma que se ha repetido como un mantra desde entonces y que está en la base de la perspectiva de género o de la violencia de género.

Esta historia tiene un epílogo agridulce para las feministas. El concepto de género les valió en su momento para negar la justificación biológica de los roles masculinos y femeninos. Pero también alimentaron al monstruo que ahora amenaza con devorarlas. Entre el maremágnum de los géneros autopercibidos, las transexuales —personas transgénero o de género no binario en neolengua políticamente correcta— reclaman el derecho a ser mujeres y llaman tránsfobas (TERF) a las feministas que se lo niegan por tener pene. Y aquellas mujeres que defendieron que el sexo no se podía usar para hablar de diferencias dicen ahora lo contrario y critican la identidad de género, creando un cisma en el feminismo de la sororidad universal que, como suele ser habitual en él, se está resolviendo a navajazos. Si esto no es justicia poética que baje Simone de Beauvoir y lo vea.

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