Delitos de odio

El debate de ideas en libertad es la base de cualquier sociedad que se precie de ser democrática. Pero ¿qué pasa cuando parte de esas ideas quedan prohibidas y no pueden ser debatidas? ¿Qué pasa cuando la libertad de expresión queda limitada para no ofender? Pues que la democracia gana y la sociedad es todavía más libre. Ha visto el salto ilógico, ¿verdad? Pues bienvenido al políticamente correcto siglo XXI de los delitos de odio en el que los sentimientos son más importantes que los razonamientos.

En su origen, el delito de incitación al odio pretendía evitar la violencia real e inmediata que conllevaban actos o discursos racistas o xenófobos, y así sigue siendo, por ejemplo, en Estados Unidos. Con los años, en muchos países se ha ido ampliando hasta convertirse en la práctica en un cajón de sastre donde cabe cualquier persona o colectivo que se sienta agredido por unas palabras. Algo a lo que ayuda la formulación actual, tan amplia que prácticamente toda opinión desagradable podría ser denunciada por incitación al odio. Un totum revolutum donde se incluyen no solo las potenciales víctimas reales o los colectivos supuestamente vulnerables sino cualquier indignado a cuya disposición se pone todo el peso de la ley.

Porque los delitos de odio constatan en su formulación que la libertad de expresión no cobija el derecho a menospreciar, humillar o insultar. Y si el ofendido de turno, en una sociedad en la que cada vez es más fácil ofenderse, considera que una opinión que no le guste le causa un daño moral irreparable… pues ya puede imaginar usted el sarao. Y si son colectivos hipersensibilizados, oprimidos e ideologizados, ya ni le cuento. Drama total.

Otra genialidad de Rajoy

En España, la base legal de los delitos de incitación al odio se la debemos al gobierno de Mariano Rajoy con la modificación del artículo 510 del Código Penal, en 2015:

Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad.

Desde entonces, el número de denuncias por delito de odio en España se ha disparado, con casi 1.000 denuncias solo por motivos ideológicos. Hasta tal punto fue el desmadre que, solo tres años después, en 2019, la Fiscalía tuvo que reconocer que tenía que limitar las acusaciones por delito de odio ya que se estaba haciendo “un uso desproporcionado”.

Lo que en principio se hizo para evitar el peligro real de actos violentos contra colectivos vulnerables, ha terminado siendo la prohibición de toda expresión de ideas molestas e incómodas, con la excusa de que este tipo de ideas son peligrosas e incitan a la violencia. Lo cual entra un poco en el terreno de la ciencia ficción. Que Federico Jiménez Losantos diga que se liaría a tiros con los de Podemos será un chascarrillo de muy mal gusto y todo lo que usted quiera, pero realmente no anima a nadie a disparar contra Pablo Iglesias, como tampoco pasa con Willy Toledo cuando le entran los mismos impulsos homicidas con Jiménez Losantos.

Delitos de odio a la carta

Una vez abierta la veda, todo el mundo tiene un motivo para denunciar incitación al odio y negar el derecho a la libertad de expresión: ¿El autobús de HazteOir? Odio. ¿Las protestas de colectivos LGTBI contra ese mismo autobús? Más odio. ¿Independentistas que critican los símbolos nacionales en Cataluña? Odio contra España. ¿Quemar un muñeco de Puigdemont? Delito de odio contra Cataluña. ¿Ser nazi? Delito de odio al cuadrado. ¿Meterse con los nazis? Pues, aunque suene surrealista, también es delito de odio. La lista se alarga hasta el infinito e incluye desde sonarse los mocos con la bandera de España hasta vacilar con contagiar a la gente de coronavirus y oponerse a las leyes trans, aunque lo haga el rojísimo Partido Feminista de España, que ha acabado abrazando los argumentos de HazteOir sin darse cuenta. Por culpa del odio, está claro.

Las denuncias por este tipo de delitos no se acaban nunca, quizá porque la capacidad de ofenderse del ser humano tampoco tiene límites. Y con la excusa de luchar contra la intolerancia y proteger al débil, a lo tonto, ha acabado sirviendo para imponer determinados discursos y prohibir el debate. Y si no, digáselo a la izquierda feminista, que quiere colar como discurso de odio negar el concepto de violencia de género.

Y es que el otro gran problema de los delitos de odio es ese doble rasero mental que caracteriza al intolerante, mediante el cual disculpamos las expresiones afines ideológicamente mientras condenamos las que nos resultan contrarias. Cosas de los sesgos y de las emociones.

Un odioso mundo feliz

Ya lo dijo Joaquín Urías en “La libertad de odiar. Delimitando la libertad de expresión”: “Una vez abierta la puerta a prohibir ideologías que se consideren odiosas es difícil cerrarla. La persecución del disidente es un camino sin fin. La tentación de prohibir cualquier opinión que nos parezca repugnante es fuerte. Y el concepto de discurso del odio se ha ido extendiendo a más tipos de expresiones disidentes que, a juicio de las autoridades, fomenten la intolerancia”.

Acabar con los discursos de odio, según la teoría de los exégetas de la corrección política, debería traernos la arcadia pero como se puede imaginar lo que aumenta es la crispación al reducir la libertad de expresión. Se prohíbe ofender para no generar odio y lo único que se consigue es que cada vez haya más odio e intolerancia. Se fomenta la denuncia y se acaba con el debate racional y la capacidad para encajar críticas. Y eso lleva a una espiral de sentimientos indignados donde lo de menos es entenderse.

Karl Popper, el de verdad, no el del Pictoline que usa la izquierda para justificar su radicalismo, se llevaría las manos a la cabeza.


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