Eran poco más de las doce de la noche y Alberto Núñez Feijóo salía arropado por la plana mayor del PP al balcón de Génova en un ambiente de euforia enlatada, como los aplausos de las telecomedias. Oficialmente había ganado las elecciones pero a nadie se le escapaba que el resultado no era bueno. Las empresas que hacen encuestas y los periodistas que se las creen acertaron tanto como aquel ejecutivo de Decca que rechazó a Los Beatles porque estaba seguro de que no llegarían a nada. Los sondeos anunciaban una victoria aplastante de Feijóo que no se produjo. Murió en la orilla sin mayoría suficiente para gobernar, como quedó demostrado en un intento de investidura digno del Titanic. Pero había otro iceberg más adelante. Uno llamado amnistía y contra él se dirigía todo un país.
Tras la investidura fallida de Feijóo le llegó el turno a Pedro Sánchez, narcisista a tiempo completo, mentiroso compulsivo y maestro de trileros capaz de vender a su madre varias veces con tal de mantenerse en el poder. Y eso por destacar sus mejores virtudes políticas. Imagine las peores. Para continuar en el Palacio de la Moncloa solo tenía que configurar otra mayoría Frankenstein pero aumentada con siete votos extra: los de Junts, el partido de Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat prófugo de la justicia tras convocar un referéndum ilegal, proclamar la república catalana durante ocho segundos y largarse de España dentro del maletero de un coche.
En aquel momento el PSOE apoyó la aplicación del artículo 155 en Cataluña y Pedro Sánchez se comprometió a traer a Puigdemont de vuelta para rendir «cuentas ante la justicia española» porque «nadie está por encima de la ley». Pero claro, eso lo decía cuando no le faltaban siete votos.
Unos precedentes para echarse a temblar
Lo cierto es que los antecedentes de Sánchez inspiran tanta confianza como una carta de recomendación de Jack el destripador. En nuestra maravillosa democracia es habitual que los políticos prometan lo que sea para llegar al poder, incumplan la palabra dada y se cisquen en sus votantes (hasta que lleguen las siguientes elecciones, claro), pero lo de este hombre es un caso clínico. Pasó de no dormir tranquilo con Podemos a gobernar con ellos. Y de repetir veinte veces que no iba a pactar con Bildu a convertirlo en un socio habitual. Y de considerar que los independentistas del Procés habían cometido un delito de rebelión a indultarlos.
Así que estaba claro lo que iba a suceder. Después de negar por activa y pasiva que pudiera haber cualquier tipo de cesión a los responsables del Procés, Sánchez ha cerrado con ellos… un acuerdo de amnistía. Fue el propio Puigdemont el que definió en una ocasión a Sánchez como «un tío al que no le compraría ni un coche de segunda mano». Cuánta razón tenía, solo que en esta ocasión el tangazo nos lo ha dado a los ciudadanos españoles.
Amnistía y lawfare
El acuerdo suscrito no solo da por bueno el relato victimista del catalanismo sino que hace borrón y cuenta nueva, extinguiendo todas las responsabilidades penales vinculadas al Procés durante una década. Además, habla de mediadores internacionales para discutir entre iguales un referéndum de autodeterminación y menciona el lawfare, ese término tan querido por los que consideran que la justicia está politizada contra ellos, dando a entender que se podrían formar comisiones en el Congreso para investigar esa supuesta lawfare, lo que en la práctica supone abrir la puerta a cargarse la división de poderes. En definitiva, un trato de impredecibles consecuencias y un chollo. Para los que odian la España actual y que cambiarían gustosos por una república bananera y troceada.
Es cierto que la reacción en contra del poder judicial todos a una como Fuenteovejuna, algo que se ve pocas veces, ha llevado a retirar la referencia directa a la lawfare en el borrador de la ley que finalmente se ha presentado, aunque faltan conocer las enmiendas que presentarán los grupos que apoyan a Sánchez, que son siete. Y esa hidra puede pedir de todo.
Once páginas para justificar la amnistía
Del borrador de la ley de amnistía hay un dato de lo más llamativo: de las veintiuna páginas, once se dedican a la exposición de motivos y a justificar la legalidad y constitucionalidad de la medida. Cuando una ley dedica la mitad de su texto a justificarse por algo será. La única amnistía anterior que ha habido en España —si quitamos las fiscales— es de 1977 y se hizo para arrancar en limpio la democracia. Estaba tan clara que ni siquiera tenía exposición de motivos.
Aunque el PSOE podría haberse ahorrado diez páginas y arreglarlo en dos líneas: «Esto se hace por los cojones morenos de Pedro Sánchez que necesita siete votos para volver a ser presidente». Eso sí, entonces el Tribunal Constitucional tendría un poco más difícil darle el visto bueno a la ley. Pero solo un poco, que por algo el tribunal tiene mayoría socialista y un presidente que fue fiscal general del Estado con Zapatero.
Todo atado y bien atado
Sánchez, como buen caudillo, pensaba que lo tenía todo atado y bien atado. Sus ministros y diputados, negacionistas de la amnistía justo hasta ese momento, le aplaudían con las orejas cuando la defendía, ahora, como algo necesario para la «convivencia entre los españoles» y en favor «del interés general». Y los medios progresistas empezaban a resintonizar a una opinión pública a la que hasta hacía cuatro días se le había asegurado que esto no iba a suceder nunca porque era inconstitucional.
El reajuste de los sicarios mediáticos iba especialmente dirigido al votante socialista al que se le intentaba convencer con el argumento de que el acuerdo con Junts podía ser hasta positivo para España (Àngels Barceló) o, si aún le seguía pareciendo un sapo intragable, la alternativa facha era mucho peor (Gran Wyoming).
Y si ya era berlanguiano ver a ministros y ex ministros como Marlaska, Carmen Calvo o Félix Bolaños decir donde dije digo digo amnistía, no lo era menos ver a periodistas de renombre como Nacho Escolar. Un día tenía claro que la amnistía era imposible porque estaba prohibida, al siguiente la veía constitucional y deseable. Lo llaman periodismo porque llamarlo prostitución sería injusto para las putas.
La derecha aprende a conquistar la calle
Pedro Sánchez contaba con que su amnistía por el interés general no iba a colar para la mayoría de los españoles. Y seguramente previó las protestas de algunos malos socialistas que no obedecen a su líder incluidas viejas glorias que pintan poco en un partido que ya no reconocen, la indignación de la oposición, con alguna boutade de Vox y quizá una manifestación festiva de esas que hace el PP en Colón con muchas banderas. Pero lo que no se esperaba es que la derecha liberal y conservadora aprendiera a tomar las calles. Unas calles hasta entonces patrimonio de la izquierda, que tiene mucha práctica, y que cada vez que la derecha había intentado reivindicarse en ellas —como las protestas contra los confinamientos— le había salido como si fuera un gag de Los Morancos.
Pero tras pulverizar una línea roja tras otra con los pactos con Podemos y Bildu, la derogación de la sedición o los indultos, este nuevo cambio de opinión de Sánchez iba a incendiar España y ponerla del revés: la derecha protestando de forma masiva y la izquierda mirando desde casa. La derecha reclamando ser la voz del pueblo y la izquierda defendiendo la legalidad del sistema. Aquella mayoría silenciosa que decía Rajoy parece ahora el ermitaño de La vida de Brian, que tras 18 años en silencio ya no había quien lo callara. Es lo que pasa cuando mejoras la convivencia entre españoles volándola por los aires.
A una manifestación nacional que reunió a casi dos millones de personas en todo el país hay que sumar quince días de movilizaciones cerca de la sede del PSOE en Madrid con miles de asistentes diarios. En este giro de guion todos han aprendido algo. El progresismo que la calle ya no es suya. Y los que se manifiestan ahora han comprobado que la policía cumple órdenes y el «¡A por ellos!» con que la azuzaban contra los independentistas es un concepto de lo más flexible y da igual que seas un gran patriota que cuando la cosa se calienta recibes las hostias por igual.
…Y la izquierda a desactivar las movilizaciones
El gobierno y buena parte de la izquierda tratan a su vez de desactivar estas movilizaciones porque conocen lo mucho que calan en la opinión pública, ya que por algo ha sido siempre su terreno. Y existe el peligro de que cuanto más duren, más gente se sume, incluidos algunos progresistas que no han comulgado con la rueda de molino sanchista. Por eso hay que desprestigiarlas como sea. Por ejemplo, poniendo el foco en los cuatro gatos salidos del subsuelo ultra que la arman cada noche y que dejan imágenes apocalípticas en las televisiones y en las redes. Es el viejo truco de la derecha contra las manifestaciones de la izquierda: ¿De verdad estáis del lado de estos animales que no respetan nada?
Eso sí, la comprensión que tenían con los radicales que defendían a Pablo Hassél incendiando contenedores brilla por su ausencia y ahora celebran la mano dura policial, incluso contra pacíficos manifestantes que también se llevan palos sin tener culpa de nada. Se lo tienen merecido por fachas. Haberse quedado en casa viendo La Sexta.
Entre locos anda el juego
La banalización y ridiculización es otra forma para deslegitimar las protestas dando protagonismo a los hiperventilados y frikis que asoman en toda manifestación que se precie, de nuevo, para que la gente normal no se sienta identificada con una causa que defienden unos chalados. Lo mismo que se hizo, por cierto, con los negacionistas de la vacuna.
Lo mejor es que los que se chotean de tipos que salen con el escudo del Capitán América, de viejas poseídas que acojonarían al matrimonio Warren o de beatos que rezan el rosario en plena calle suelen ser los mismos que tenían el TOC de llenar Cataluña de lazos amarillos, se manifestaban cantando el Virolai de la Mare de Déu de Montserrat, hacían procesiones con antorchas o rendían homenajes a bolardos embestidos por la policía. Empate técnico en la escala Richter de mermados psíquicos.
El doble rasero de la SER
La progubernamental Cadena SER es uno de los muchos medios que han fomentado esa ridiculización de las protestas sacándole punta a todo lo que podían. Pero no todo les ha hecho la misma gracia. Un día informaban:
Está dejando recuerdos históricos: cachondeo en redes con los momentos «más memorables» de la manifestación para «putodefender España».
En esa noticia daban cuenta de un niño pijo gaseado por la policía. Risas aseguradas.
Pocos días después, unos manifestantes llevaron unas muñecas hinchables recordando el escándalo de los ERE y corearon: «No es una sede, es un puticlub y estas son las ministras del gobierno». Para la SER aquello ya no era tan memorable, que a las ministras socialistas no se las toca: «Muñecas hinchables y cánticos machistas en el duodécimo día de protestas en Ferraz», «Machismo rancio y asqueroso», escribían citando a un tuitero del gremio progre. Hasta El País (todo queda en Prisa) le dedicó una columna denunciando el terrible «desprecio a las mujeres» que implicaba la tontuna.
«Me gusta la fruta»
Mientras las manifestaciones proseguían anunciando un noviembre calentito entre el cabreo pacífico de la mayoría y el cabreo violento de unos pocos que reniegan hasta del Rey —como si el borbón tuviera otra opción que no fuera firmar lo que le ponen por delante o abdicar—, en el Congreso se consumaba la elección de Sánchez y la traición al Estado de derecho entre estruendosos aplausos de la bancada socialista.
Durante el debate de investidura, el nuevo Palpatine mencionó sin venir a cuento al hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, acusado —en un caso que fue archivado— de malversación y tráfico de influencias durante la pandemia. La cámara enfocó entonces a la presidenta madrileña, invitada al acto, y captó lo que decía mirando fijamente a Sánchez. No hacía falta tener un máster en lectura de labios para pillarlo. Lo confirmó al día siguiente en la Asamblea de Madrid: «Sí lo dije. Dije… «me gusta la fruta»».
Un insulto de lo más grato
En plena resaca por la victoria, el insulto frutero de Ayuso —una de las políticas más odiadas por el sanchismo— escoció y el PSOE le exigió una rectificación, aunque en el tuit ponía que la presidenta de Madrid «había insultado gratamente» a Pedro Sánchez. ¿Un error del Community Manager? ¿Un acto fallido freudiano de su subconsciente? ¿O quizá un guiño del último socialista decente que queda en España?
Tras el incidente, y con todo el país ya mirando a Bruselas para ver qué piensa la Eurocámara y la Comisión de todo el despropósito de la amnistía, una camiseta estampada con la frase lleva vendidas quince mil unidades en tres días y Ayuso recibe cestas con fruta de ciudadanos anónimos solidarizándose con ella y a los que se ve que también les gusta mucho la fruta. Con la legislatura que nos espera, la fruta no nos va a gustar: nos va a entusiasmar.
Muy bien resumido, señor Kaplan. Aunque la verdad es que a Sánchez se la sopla todo esto. Él ya tiene lo que quería, estar en el poder. Ahora a ver cómo va la legislatura porque este señor miente constantemente y que sean sus socios y le hayan apoyado le importa bien poco.
La única esperanza que nos queda es que mienta a sus socios tanto como al resto de los españoles.
Hola Señor Kaplan, soy argentino pero no quiero que balcanicen a España ni a ningún país. Es más, España y Portugal deberían formar un solo país.
Hola, amigo Lisandro, le echaba a faltar por aquí. Un abrazo.
Y entre amnistías, manifestaciónes y frutas se está hablando lo justito de las pataletas de Irene Montero y Ione Belarra por no pillar sillón….
Ah, las eternas guerras fratricidas de la izquierda, nunca defraudan. Solo les falta el piolet.