Koldo Ábalos

Madrid, 19 de enero de 2020

José Luis Ábalos echó un vistazo a su rólex. Pasaba la media noche y aún no había noticias del avión. Si al menos hubiera venido Jésica, pero la niña quería 1.500 euros más un plus de nocturnidad por acompañarle en aquella misión especial en el aeropuerto de Barajas. Disgeusias, mal sabor de boca, le había dicho en un mail pidiéndole más dinero. ¿Se referiría a su halitosis o quizá a cuando él terminaba en su…?

Koldo le sacó de sus pensamientos.

—Jefe, el avión acaba de aterrizar. ¿Seguro que tenemos permiso del 1 para todo esto? A mí me da mala espina.

—Ya te he dicho que sí, está al tanto de todo. Es un trabajo sencillo y rápido. Nos dan las 104 barras de oro, les damos los 68 millones y nadie se entera. Luego a repartir y a casa con el deber cumplido de la regeneración democrática.

—Ya, ya…—Koldo bajó la voz como si alguien pudiera oírle— Pero ya sabe lo que se comenta de ese oro. Por algo Delcy Rodríguez tiene prohibido pisar Europa.

Ábalos miraba a Koldo con infinita paciencia. Se sacó un pitillo y lo encendió en sus labios queriendo imitar a Humphrey Bogart aunque le quedó más parecido a Torrente.

—No me jodas, Koldo. ¿Me vas a hablar de la maldición del oro? ¿Esa leyenda para niños que dice que cualquiera que se lleva el oro de Venezuela despierta a la momia de Hugo Chávez?

—Zapatero me habló de esa historia —replicó Koldo— y hasta un tipo como él se asustaba. Me contó que la momia de Chávez te arrastra hasta el infierno bolivariano donde te espera el socialismo en su máxima expresión: una dictadura eterna llena de escaseces y de discursos a todas horas de Chávez y de Fidel.

Víctor de Aldama apareció.

—Menuda patraña —dijo—. Vamos, que ya está aquí la jefa Delcy.

A pesar de las sonrisas de los venezolanos, el intercambio se produjo en un clima tenso y apresurado, lo cual mosqueó a Koldo. En cuanto subió las maletas con los 68 millones y dejó las que contenían el oro, Delcy se despidió rápidamente y emprendió el vuelo.

—Se la veía asustada, jefe —comentó Aldama.

Ábalos sacudió la mano quitándole importancia. El comisionista del PSOE no quiso pensar más en el tema y cambió de tercio mientras caminaban por la pista:

—¿Y si esto llega a oídos de la prensa que informa de verdad, o sea, la de la extrema derecha?

Ábalos sonrió.

—El equipo de opinión sincronizada se encargará de decir que el Delcygate es una fantasía, un bulo de la fachosfera. En cualquier caso, tengo preparadas media docena de versiones: que no ha pasado nunca, que me encontré a Delcy en el pasillo pero no la saludé, que la saludé pero que no hablamos, que hablamos veinte minutos para evitar un incidente diplomático… digo yo que alguna colará.

Los socios de Ábalos rieron la ocurrencia de su jefe. Capaz era de hacer eso. Pero la risa se congeló en sus gargantas. Un viento helado sacudió la solitaria pista ejecutiva y las luces se apagaron, sumiéndoles en una oscuridad solo desafiada por algunos focos lejanos. Era más de la una de la madrugada y los jirones de una niebla densa envolvieron los pies de los tres hombres. A lo lejos, una voz fantasmal cantaba.

Donde la copla llanera
Sigue su trocha incansable
Tú sabes que soy tu hijo
Llanura Venezolana

—¡No puede ser! —exclamó Koldo.

—¡Imposible! Ve a ver qué es eso, Aldama —y Ábalos le señaló el corredor estrecho y oscuro de donde provenía la voz.

El Gominas, con los pelos de punta, avanzó y desapareció en la negrura. Seguidamente, sus compañeros escucharon un grito de terror.

—¡Aldama! ¡Aldama! ¿Qué ha pasado?

Pero solo se oía un sonido de ultratumba que repetía:

¡Váyanse al carajo, yanquis de mierda, que aquí hay un pueblo digno, váyanse al carajo cien veces, aquí estamos los hijos de Bolívar, de Guaicapuro y de Tupac Amarú…!

Y entonces aquella espantosa silueta apareció entre la niebla.

Parcialmente envuelto en papeletas falsificadas de pasadas elecciones, con los brazos extendidos hacia adelante y una faz lívida y cadavérica que miraba con ojos inyectados en fuego amarillo, la momia del comandante Chávez se acercaba hacia ellos, despacio pero con funesta determinación.

Ser rico es malo, es inhumano. Así lo digo y condeno a los ricos…

Ábalos tecleó con dedos temblorosos un Whatsapp para reportar la situación al 1.

«Parece que la leyenda era cierta. Por eso nadie quería el oro de los chavistas. Lo tenemos delante y se acerca. Es lo peor que he visto desde que me tropecé con Vito Quiles en la panadería. La momia de Hugo Chávez reclama el oro maldito de Venezuela por el que robó y asesinó. No debimos haber hecho esta transacción. De esta no nos salva ni Silvia Intxaurrondo».

Le dio a enviar y esperó la respuesta del 1, que le llegó después de unos segundos:

«Bien».

El ministro de transportes vio el lacónico mensaje del presidente, y supo que había llegado el momento de la verdad. Era mejor aquello que acabar imputado por el Supremo. Encendió un último pitillo, aspiró y exhaló el humo pensando en Jésica y en todas las chicas del Milady Palace de Marbella que tanto le amenizaron el confinamiento durante la pandemia. Entonces sacó su Glock y caminó hacia aquella criatura no sin antes girarse hacia su fiel asesor y despedirse con todo el aplomo que fue capaz de reunir:

«Siento que me enfrento a todo, no tengo a nadie detrás ni al lado. Me enfrento a todo el poder del más allá, y lo tengo que hacer solo».

Koldo fue testigo de cómo Ábalos caminó, se detuvo delante de la momia de Chávez y le vació el cargador, sin hacerle el más mínimo efecto.

Come here, mister Danger, cobarde, eres un alcohólico, eres un borracho, eres un inmoral, eres lo peor…

Con sus manos gigantes, atrapó la cabeza del ministro y la arrancó de cuajo entre horribles alaridos. Aquella bola ensangrentada que una vez fue la cabeza de su jefe fue rodando y acabó a los pies de Koldo que se fijó en la mirada vacía e inexpresiva, ciertamente muy parecida a la que tenía Ábalos cuando tomaba la palabra en el Congreso.

El monstruo venezolano continuaba avanzando. Solo Koldo le separaba de las maletas con el oro.

El corpulento aizcolari se encogió de pánico, tapándose los ojos con las manos.

—¡Vete —gritó—, llévate el oro pero vete! ¡Déjame en paz, ser infernal!

Pero aquella presencia demoniaca ya estaba encima y no dejaba de mortificarlo.

Eres un ignorante, burro, hombre enfermo, inmoral, cobarde, mentiroso…

Aterrorizado, Koldo esperó lo inevitable y una última frase salió de su garganta:

—¿Por qué no te callas?

Y la momia de Chávez profirió un lamento. Un lejano recuerdo de otros tiempos relampagueó en el fondo de su memoria y bajó los brazos.

El asistente de Ábalos tardó un rato en darse cuenta. Seguía vivo y aquel ente del más allá había desaparecido. Y con él las maletas y el oro. En qué maldito momento torció su camino, pensó Koldo antes de perder la cordura para siempre, cuándo cometió el error de dejar su honrado trabajo de portero de burdeles —¡Ah, el Rosalex!— para meterse en política. Ahora ya era tarde. Jamás olvidaría la noche del Delcygate.


¿No ha pasado aún bastante miedo? Bien, usted se lo ha buscado. Aquí tiene otros estremecedores cuentos de Halloween que le helarán la sangre.

La pata de mono progre.
La invasión de los ultracuerpos woke.
Sánchez el vampiro.
La caída de la casa Galapagar.

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2 comentarios

  1. Horripilante, como todos los cuentos de Halloween. Y algo me dice que los protagonistas de esa noche están pasando miedo de verdad con todo lo que se está sabiendo. A saber si no terminan peor que Koldo.

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